The Autumn of Central Paris por R.B. Kita |
El poeta ha sido considerado tradicionalmente como un ser excepcional, alguien con alma, al quien le hablan los dioses y puede predecir el futuro y contar lo que realmente está sucediendo, desvelar la verdad que los hombres ocultan bajo el disfraz de la palabra.
Al hombre moderno le ha pasado como al poeta baudeleriano, ha perdido el alma, pero, sin embargo, no ha sido sustituida por nada. Paradójicamente, al ganar individualidad, dotarse de derechos, constituirse como persona, ha ido perdiendo su ser intimo para sustituirlo por un ser social. El hombre moderno no tiene identidad, o mejor, su identidad es, como dice Habermas, la de la nación. La identidad del yo se la ha dejado bajo las ruedas de los coches sumergida en el barro de macadán de las calles y bulevares, de los trenes y carreteras en construcción. El hombre moderno ha vendido su alma, igual que Fausto, por hacer lo que le venga en gana, pues nadie se va a enterar y menos escuchar sus gemidos de placer bajo el ruido de las máqauinas. La tragedia del hombre moderno es que no tiene identidad, pues al renunciar a la propia no ha sido sustituida por otra, sino por el anonimato. Pero a pesar de intentar ocultar su verdadero rostro en los contenedores de basura y vertederos, su verdadera faz se refleja en los charcos de las sucias y malolientes calles que dejan las obras inútiles en los barrios más pobres de las ciudades. Marx también recoge esta imagen en el manifiesto comunista: "La burguesía ha quitado su halo a toda actividad noble y digna de respeto. Ha transformado al doctor, al abogado, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia en sus más destacados asalariados". En ambos casos asistimos al drama de la secularización y deidentificación del hombre moderno.Rousseau nos avisaba, el hombre es una máscara. sólo quitandonos las máscaras podremos recuperar esa inocencia pérdida. Para Nietzsche no hay escapatoria, ni salida, ni solución, bajo la máscara, hay otra máscara y otra y otra.., no hay más que máscaras, no busquemos nada más. El halo, el alma, el yo son meras máscaras que nos hemos fabricado y creído únicas, invariables, eternas. Su realidad es bien distinta: nunca han existido, siempre han sido una invención nuestra para darnos importancia, para dotarnos de una espiritualidad que no tenemos.
Cuando Fausto grita al tiempo, ¡detente, eres tan bello! sabe que la tragedia es que nunca se llega a nada definitivo, el hombre está en continuo cambio e improvisación. Su ser es dejar de ser para devenir otro ser. Cuando se para, muere. El instante es bello, pero también es fugaz. La eternidad no es más que un momento en el movimiento del tiempo. En definitiva, está fuera del tiempo. El deseo nos dispara, nos hace ser, y las fuerzas que la modernidad pone a disposición del hombre, le hacen desear múltiples posibilidades de ser. Nuestra identidad es no tener identidad fija, la antiidentidad, el cambio permanente, ser una cosa y la contraria para devenir algo distinto. El espejo del alma nos devuelve múltiples imágenes. Nuestra esencia es de cristal.